Unas esquelas recopiladas en 1998 son la vía de entrada a una gran historia de amor 40 años atrás, y la transición entre épocas que marca Carlos Sedes no podría ser más elocuente: cuando la protagonista empieza a escribir sus hallazgos en las líneas de una libreta, los renglones se transforman en las cepas de los viñedos de Jerez donde sucederá gran parte de El verano que vivimos. Una muestra visual inequívoca y preciosa de que el film trata del poder del relato y la necesidad de escribirlo (o filmarlo) para que se mantenga vivo. Con Ramón Campos y Gema R. Neira en el guion, se perciben ecos de sus romances televisivos de época, de Las chicas del cable a Gran Hotel, aunque quizás el nuevo formato les impide profundizar tanto en sus personajes. Aun así, su narración paralela entre una tragedia clásica y una relación más moderna, y cómo la primera contgia al escepticismo de la segunda, va encontrando su discurso acerca de la supervivencia de una cierta idea de romanticismo